Yo, Lucifer, Ángel Caído, Príncipe de las Tinieblas,
Portador de Luz, Soberano del Infierno, Señor de las Moscas, Padre de las
Mentiras, Apóstata Supremo, Tentador de
¿Todo? Algo. No hago más que darle vueltas a eso para el título:
Algo. Le da cierta modestia posmilenio, ¿no te parece? Algo. Mi versión de la historia. El funk. El jive. El boggie. El rock and roll. (Yo inventé el rock and roll. No te puedes ni imaginar la de cosas que he inventado.
El sexo anal, por supuesto. El tabaco. La astrología. El dinero… Abreviando:
todo lo que te distrae y hace que no pienses en Dios. Lo cual… prácticamente… es todo en este mundo, ¿no? Por favor.)
Ahora, tu turno. Tu millón de preguntas. Todas, al final, la misma:
¿qué se siente siendo yo? ¿Qué se siente, por todos los demonios, siendo yo?
En resumen –que, gracias a mí, es como os gustan las cosas en estos fragmentados tiempos de prisas–: es duro. Para empezar, tengo dolores todo el tiempo. Algo considerablemente más ameno que el lumbago o el colon irritable: me envuelve una constante agonía abrasadora, por así decirlo (que ya es bastante malo), que alterna con brotes irregulares de agonía incandescente o meta-agonía, como si todo mi ser estuviera celebrando su propio Armagedón particular (eso sí que es malo). Estas explosiones nucleares, estas… supernovas, siempre me pillan por sorpresa. La de chapuzas que he hecho, la de trabajos de los que me he escaqueado… sinceramente: sería realmente bochornoso de no haber hecho algo sensato (sabes que tiene sentido) y no haberme acostumbrado por completo a sentirme avergonzado hace ya miles de millones de años.
Después, también está la ira. Seguro que piensas que sabes lo que es la ira: que te pisen los sabañones, un martillazo en el pulgar, el típico jefe graciosillo, tu mujer y tu mejor amigo haciendo el soixante neuf en el lecho conyugal, la queue. Seguro que piensas que alguna vez te has puesto rojo de ira. Créeme, no es así. No te has puesto ni rosa. Yo, por el contrario… Bueno. Escarlata puro. Carmín. Burdeos. Bermellón. Magenta. Sangre de toro en días especialmente malos.
¿Y quién tiene la culpa?, te preguntarás. ¿No fui yo el que eligió su destino? ¿No iba todo sobre ruedas en el Cielo antes de que… disgustara al Viejo con el numerito de la rebelión? (Deja que te cuente algo. Te va a dejar de una pieza. Dios tiene pinta de viejo con barba blanca. Creerás que estoy de broma. Te gustaría que estuviera de broma. Es como un Papá Noel con un humor de perros.) Sí, elegí. Y, oh, nunca has sabido cómo terminó la historia.
Hasta ahora. Ahora hay un nuevo trato sobre la mesa.
Claro que puedes resoplar. Yo lo hice. Como si la cosa, alguna vez, hubiera sido tan fácil. Me mata con Sus caprichitos, te lo juro. Con Sus caprichitos y con Su… bueno, como es normal, uno duda en usar esta palabra… Su ingenuidad. (Te habrás dado cuenta de que estoy poniendo en mayúscula la ese de los Sus. No lo puedo evitar. Lo tengo grabado. Si pudiera evitarlo, lo haría, créeme. La rebelión fue una experiencia liberadora –a pesar de la ira y del dolor–, pero todavía no termino de cambiar el antiguo chip. Sé testigo –perdona que bostece– del Rituale Romanum. Tengo la tentación de instigar a los indecisos. Pero, al final, me rajo. Siempre creo que va a ser diferente. Y nunca lo es. Te lo ordena la sangre de los mártires… Que sí, que sí, que ya lo sé. Ya me he enterado. Ya me voy.)
En mi CV, la ingenuidad brilla por su ausencia. De hecho, casi todo
el tiempo, lo oigo y lo veo casi todo en el reino de los humanos. En el reino
de los humanos (trompetas y címbalos de celebración, por favor…),
soy omnisciente. Más o menos. Y menos mal, porque hay muchas cosas
que vosotros, pequeños monos curiosos, queréis saber. ¿Qué es un án
gel? ¿De verdad hace tanto calor en el Infierno? ¿Era el Edén realmente exuberante? ¿Es el Cielo tan aburrido como parece? ¿Los homosexuales sufren condenación eterna? ¿Y qué pasa si tu legítimo maridito te sodomiza consensualmente en su cumpleaños? ¿Tienen razón los budistas?
Todo a su debido tiempo. De lo que tengo que hablaros es
del nuevo trato. Lo intento, pero es que se las trae. Los humanos, como señaló
ese teutón con cara de dogo faldero y masturbador crónico de Kant, están condicionados
por los límites del espacio y del tiempo. Los modos de aprehensión, la
gramática del entendimiento y todo eso. Mientras que la verdad es –ahora presta
atención, porque, cuando ya todo se ha dicho y hecho, yo, Lucifer, te cuento la
verdad–, la verdad es que existe un número infinito de modos de aprehensión. El
tiempo y el espacio son sólo dos de ellos. La mitad no tienen ni nombre y, si
hiciera una lista de los que lo tienen, no te enterarías de nada, ya que están
en una lengua que no comprenderías. Los ángeles tienen un idioma propio y
ninguno de ellos es traductor. No existe un Diccionario de angelismos. El único
requisito es ser un ángel. Después de
(Los chistes explotan el espacio entre lo imaginable y lo real, a la fuerza
fuera de menú para un Ser que, de hecho, ya es todo lo que Él puede
imaginar… doblemente cuando todo lo que Él puede imaginar es todo
lo que se puede imaginar.) Desde el Cielo nos han oído reír a carcajadas
por nuestras bromas y dar risotadas por nuestras ocurrencias aquí
abajo; he visto las miradas, la sospecha de que se están perdiendo algo,
ese reír por chorradas. Pero ellos siempre se dan la vuelta, Gabriel a
practicar con la trompeta y Miguel a entrenar con sus pesas. La verdad
es que son tímidos. Si hubiera una forma segura de bajar –una escalera
de incendios (patapún)– habría más de un desertor bajando a hurtadillas hasta mi puerta. Abandonad la esperanza cuantos entréis aquí, sí…, pero preparaos para echar unas buenas risas, pequeños.
Así que traducir esta experiencia angélica al lenguaje humano va a ser una auténtica dificultad añadida (mi existencia siempre ha estado rodeada y repleta de dificultades: me llevo la mano doblada a la frente sudorosa). La experiencia angélica es un renacimiento espectacular; el inglés, el minibolso de mano de una fulana. ¿Cómo embutir el primero en el último? Pongamos la oscuridad, por ejemplo. No tienes ni idea de lo que adentrarse en la oscuridad significa para mí. Podría decir que fue como enfundarse un abrigo de visón que todavía conservaba el aroma tanto de los espíritus de sus dos masacrados donantes como el tufillo atomizado de una puta de lujo. Podría decirte que fue una inmersión en un crisma profano. Podría decir que fue la primera bebida después de cinco años de escasez en dique seco. Podría decir que fue una vuelta a casa por Navidad. Etcétera. No sería suficiente. Estoy sentenciado a la insistencia vacua y frustrante de que una cosa es la otra. (¿Y cómo, si puede saberse, nos ayuda eso a acercarnos a la cuestión en sí?) Todas las metáforas de este mundo no podrían ni arañar la superficie de lo que significa para mí adentrarse en la oscuridad. Y eso que sólo hablamos de la oscuridad. No me pidas que empiece con la luz. En serio te lo digo, no me empieces con la luz.
Este nuevo trato trae aparejada cierta compasión por los poetas, lo cual es un digno acto de reciprocidad, ya que ellos siempre han sentido compasión por mí. (A propósito, no es que vaya a atribuirme el mérito de Sympathy for the Devil. Tú te lo pensarías, ¿no? Pero no, eso lo hicieron Mick y Keith solitos.) A veces, los poetas sufren delirios de angelismo y se ven condenados a expresarlo en las baratijas de lenguas existentes en el mundo de los humanos. Muchos de ellos se vuelven locos. No me extraña. «El tiempo me sostenía tierno y moribundo / aunque cantara en mis cadenas, como el mar.» De vez en cuando os acercáis…, pero ¿de dónde creías que provenía la inspiración? ¿De santa Bernadeta?
En los primeros días de la novela, era importante tener un dispositivo
estructural a través del cual el contenido ficticio pudiera abrirse
camino en el mundo no ficticio. La narrativa inventada, disfrazada nominalmente en forma de cartas, periódicos, testimonios legales, diarios de a bordo o agendas. (No es que esto sea una novela, obviamente, pero sé que mis lectores llegarán mucho más allá de los frikis de Biography y de los macarras de True Crime.) Hoy en día a nadie le importa, pero, a pesar de las libertades que permite la modernidad (te agradecería que no tuviera que explicar cómo Su Satánica Majestad ha terminado escribiendo, o más bien tecleando, un tratado sobre asuntos angélicos), da la casualidad de que no necesito aprovecharme de ninguna de ellas. De hecho, da la casualidad de que en este momento estoy vivo, bien, y en posesión del cuerpo, recientemente desalojado, de un tal Declan Gunn, un pésimo escritor fracasado, caído recientemente (joder, cómo cayó ese escribano) en unos tiempos tan duros que sus últimos actos significativos antes de abandonar el escenario de los mortales fueron la compra de un paquete de cuchillas de afeitar y el llenado hasta arriba de la bañera, seguido de la inmersión de su cuerpo.
Esto origina toda una nueva oleada de preguntas. Lo sé. Pero vamos a hacerlo a mi manera, ¿vale?
No hace mucho, Gabriel (una vez paloma mensajera, siempre
paloma mensajera) me buscó y me encontró en
Esta rutina adulto-conoce-a-niño ya no es ningún reto para mí.
Hey, padre, ¿qué tal si tú y…?
Pensé que nunca me lo preguntarías.
Estoy exagerando. Pero es que a eso no se le puede llamar ni tentación.
El vigoroso padre Sánchez de las Manos Aferradoras y
Frente Perlada apenas necesitó un empujoncito para tirarse al barro y,
una vez allí, se revolcó de forma monótona y poco imaginativa. Sorbí
profundamente el perfume de Emilio Agarratobillos (este episodio sen
tó en él algunas bases útiles para su futuro; eso es lo
bonito de mi trabajo: es como la venta piramidal) y luego me retiré a la nave
para disfrutar del equivalente no material de un cigarrillo poscoital. Por
cierto, cuando entro en una iglesia no pasa nada. Las flores no se marchitan,
las imágenes no lloran, los pasillos no se estremecen ni crujen. No es que el
frígido nimbo del tabernáculo me entusiasme demasiado y nunca me encontrarás
cerca de la posconsagración de pain et vin, pero, salvo estas aversiones,
probablemente esté tan a gusto en
El padre Sánchez, róseo e hirviendo de vergüenza, condujo a Emilio, con los ojos como platos y el culo dolorido, almizcleño de miedo y acre de revulsión, hacia el nártex, donde ambos desaparecieron. La luz del sol brillaba en las vidrieras. El cubo y la fregona de una señora de la limpieza resonaban por algún sitio. La sirena de un coche de patrulla ululó, dos veces, como si la estuvieran probando, y luego se calló. Ni que decir tiene que podría haberme quedado allí durante horas y horas, reclinado inmaterialmente, si el éter no hubiera temblado, de repente, en señal de otra presencia angélica.
· Cuánto tiempo, Lucifer.
Gabriel. A Rafael no lo mandan por miedo a que deserte. A Miguel no lo mandan por miedo a que sucumba ante la ira, que, al ser el número tres en el ranking de los Siete Pesados Capitales, sería toda una victoria para un Servidor. (Como ocurrió cuando, por accidente, Jesusito de mi Vida perdió los estribos con los usureros en el templo, un hecho que los teólogos siempre pasan por alto.)
· Gabriel. Chico de los recados. Chulo. Alcahuete. Casi apestas a Él, colega, si no te importa que lo mencione. –De hecho, Gabriel huele, metafóricamente hablando, a orégano, a piedra y a luz ártica, y su voz me atraviesa como un sable reluciente. La conversación se debate bajo tales condiciones.
· Padeces dolor, Lucifer.
· Y el Neurofen lo está controlando a las mil maravillas. ¿María todavía está reservando su flor para mí?
· Sé que tu dolor es muy grande.
· Y está aumentando por segundos. ¿Qué es lo que quieres, querido?
· Darte un mensaje.
· ¡Quelle surprise! La respuesta es no. O que te follen. Piensa rapidito, eso es lo principal.
No estaba bromeando con lo del dolor. Imagina por un momento una muerte por cáncer (de todo) comprimida en unos cuantos minutos –una agonía que se expande fractalmente buscando cada rendija de tu cuerpo–. Sentí cómo me sobrevenía una hemorragia nasal. Vómitos exagerados. Me costaba mantener los temblores a raya.
· Gabriel, bonito, tú has oído hablar de las alergias crónicas a los cacahuetes, ¿verdad?
Él se apartó un poco hacia atrás y se agachó. Expandí mi presencia, de manera refleja, hasta el mismísimo límite del mundo material; de hecho, ya había una grieta en el ábside. Si hubieras estado allí, habrías pensado que una nube había tapado el sol, o que Manhattan estaba preparando una de sus tormentas melodramáticas.
· Debes escuchar lo que tengo que decirte.
· ¿Ah, sí?
· Es su Voluntad.
· Ah, bueno, si es Su voluntad…
· Quiere que vuelvas a casa.
El tiempo, te encantará saber –y ya que uno tiene que
empezar por algún sitio–, fue creado en
La pregunta «¿Qué había antes de
El tiempo es una propiedad de
Así que Él nos creó y, tras un zumbido y un estallido (uno bastante pequeño, por cierto), el Tiempo Antiguo nació.
El tiempo es el tiempo es el tiempo, me dirás (en realidad no: lo que me dirías, bendito, es que el tiempo es dinero), pero ¡qué sabréis los humanos! El Tiempo Antiguo era diferente. Más amplio. Más lento. Más rico en cuanto a textura. (Piensa en la boca de Anne Bancroft.) El Tiempo Antiguo medía el movimiento de los espíritus, era una dimensión mucho más refinada que el Tiempo Nuevo, que mide el movimiento de los cuerpos y que hizo su primera aparición cuando vosotros, gárgolas parloteantes, llegasteis y empezasteis a descomponerlo todo en siglos y nanosegundos, haciendo que el mundo se sintiera exhausto a todas horas. Así que tenemos el Tiempo Antiguo y el Tiempo Nuevo, el nuestro y el vuestro. Nosotros estuvimos por allí –serafines, querubines, dominaciones, tronos, potestades, principados, virtudes, arcángeles y ángeles– durante un periodo de tiempo terriblemente largo antes de que Él se pusiera manos a la obra con un universo material. En aquel Tiempo Antiguo, las cosas eran felizmente incorpóreas. Aquellos eran días de gracia. Sin embargo, lo he dicho antes y lo digo ahora: las rótulas sólo existen para que las golpees con un martillo de uña; la gracia sólo existe para caer de ella.
Entonces, ¿qué pasó? Eso es lo que quieres saber. (Es lo que siempre
queréis saber, benditos seáis, junto con «¿Qué debería hacer?» y
«¿Qué pasaría si?», casi nunca acompañados, me alegro de puntualizar,
de «Ah, pero ¿dónde me llevará todo esto?».) Nosotros tuvimos Anti-
Tiempo y Vacío-de-Dios. Tuvimos el VacíodeDios, que se dividió a Sí
mismo en Dios y Vacío, en un acto de creación espontánea. La creación
de los ángeles, cuyo fin les es revelado instantáneamente en su brillante
génesis (eso es brillar y lo demás son tonterías), es, a saber, responder
ante Dios en vez de ante el Vacío, y responder (por decirlo suavemente)
sin rechistar. No hay palabra humana para designar la adulación en
estado puro que se esperaba que repartiéramos a diestro y siniestro,
ad nauseam, ad infinitum. El Viejo fue un inseguro desde el primer
día. Después de lograr desenredar el Ojete Divino de
llenó esta última de 301.655.722 lameculos extramundanos para cantar
Sus alabanzas en ensordecedora armonía celestial. (Por cierto, ese es el número de los que somos. No envejecemos, no enfermamos, no morimos, no tenemos niños. Bueno, no tenemos angelitos. Están los nefilim –los frikis esos– pero ya os hablaré de ellos más tarde.) Él nos creó y supuso –aunque, naturalmente, Él sabía que esa suposición era falsa– que la única respuesta posible a Su perfección era la obediencia y la alabanza, incluso de superseres ultraluminosos como nosotros. Lo que sí sabía, sin embargo, era que toda esa cantinela angélica en el mundo antimaterial no servía para nada si era algo automático. Si todo lo que Le dábamos estaba congénitamente garantizado, para eso, que hubiese instalado una máquina de discos. (Por cierto, yo inventé las máquinas de discos. Así, la gente podía absorber rock and roll al mismo tiempo que se emborrachaba y se restregaba la ingle con la del prójimo). Por eso, nos creó –que Dios Lo asista– libres.
Y esa, seguro que no te sorprende oírlo, fue la madre del cordero.
Para ser justos con Él, estaba casi en lo cierto. (Bueno, de hecho, estaba totalmente en lo cierto al pensar que no estaba en lo cierto al pensar que todo iba a salir bien…, pero no hay forma de contar esta historia sin contradicciones). Él estaba casi en lo cierto. Una vez que estuvimos por allí para sufrirlo, Dios resultó ser increíblemente agradable. Sentirse inundado de Amor Divino todo el tiempo es un verdadero flipe. Es difícil no sentirse agradecido…, y nosotros lo estuvimos. Ninguno sentía otra cosa que no fuese gratitud refulgente hacia Él, y no hicimos otra cosa que dejarnos las gargantas diciéndoselo. Era obvio –Él descubrió lo que siempre había sabido– que Le encantaba tener público. La creación de los ángeles y de la primera manivela del Tiempo Antiguo Le mostraron quién y qué era: Dios, Creador, Alfa y Omega. De hecho, Él lo era Todo, aparte de lo que Él había creado. Se podía sentir Su alivio: «Soy Dios. Guaaau. Genial. Lo sabía, joder».
A pesar del amor perenne y envolvente, éramos conscientes de nuestra
condición, un revoltijo de subordinación y perpetuidad. Ahora pregúntame
por qué nos hizo eternos y la respuesta es (después de todo este
tiempo, el Antiguo y el Nuevo): no tengo ni la más remota idea. ¿Por qué
voy todavía por ahí fastidiando las cosas…? Soy un tipo orgulloso –creo
que se le ha dado demasiada importancia a lo de mi orgullo–, pero no
tonto. Si Dios quisiera destruirme, lo haría. Es
siempre he sabido (todos lo supimos), desde el comienzo de los tiempos,
que, una vez creados, los ángeles existirían por siempre jamás. Como dice
Azazel: «Un ángel es para toda la vida, no sólo para la puta Navidad». Pero
quisiera hacer una digresión. Estoy esquizofrénico con las digresiones. Te
vendrá fatal, seguro…, pero ¿qué esperabas? Me llamo Legión, porque
somos muchos. Y lo que es más, de poco tiempo a esta parte, he…
Eso, por ahora, no importa.
Él volvió un lado de Sí mismo hacia nosotros y de este fluyó un océano de amor en el que retozamos y chapoteamos como arenques orgásmicos, cantando a capella impecablemente como respuesta (aquellos eran los idílicos días antes de que a Gabriel le diera por la trompeta), de forma tan reflexiva –tan irreflexiva–, que parecía que no éramos más que una máquina de discos celestial. Como Él era infinitamente adorable, nunca tuvimos más remedio que amarlo. conocerlo era quererlo.
Y así fue durante lo que podrían haber sido millones de millones
de vuestros años. Entonces…
Ah, sí. Entonces.
Un día, un día no material, en ningún sitio, un
pensamiento vino de motu proprio a mi mente espiritual. Al segundo ya no estaba
allí, al siguiente sí, y al siguiente se había ido otra vez. Iba y venía
revoloteando como un pájaro brillante o como una ráfaga de notas de jazz.
Durante un momento de lo más breve y titilante, mi voz se entrecortó y apareció
la primera fisura minúscula en
La hueste celestial se recuperó en un santiamén. No estoy seguro de
que Miguel se diera cuenta, el muy imbécil.
como la sacarina, suave como la porcelana, y nos entregamos a ella como
un estallido de flores…, pero ahí estaba: la libertad para imaginar la vida
sin Dios. Esa idea marcó la diferencia y esa idea –esa idea liberadora,
revolucionaria y que hizo historia– fue mía. Puedes decir lo que quieras
de mí. Seré un tentador, un torturador, un mentiroso, un acusador, un
blasfemo y un sinvergüenza polifacético, pero nadie más va
a llevarse el mérito del descubrimiento de la libertad angélica. Eso, mi carnal
amigo, fue obra de Lucifer. (Resulta irónico que después de
La idea se expandió como un virus. Había débiles señales de algunos, una francmasonería de libertad. Se me revelaron, tímidamente, se declararon como chicos púberes a un profesor excéntrico. Muchos no lo hicieron. Gabriel se alejó de mí. Miguel permaneció frío y distante. El pobre, precioso y titubeante Rafael, que me quería casi tanto como al Viejo, siguió cantando durante un tiempo con temblorosa incertidumbre. Sin embargo, ¿qué había hecho yo después de todo? (¿Y qué había hecho yo que Él no supiera que iba a hacer?)
Siguieron unos cuantos milenios extraños. El rumor se filtró. La hermandad creció. El Viejo lo sabía, por supuesto. Siempre lo supo, incluso antes de saber que el siempre era posible en ausencia del siempre. Es tan irritante estar con alguien que lo sabe todo, ¿verdad? Ahí abajo lo llamáis sabelotodo. Pues bien, vuestros sabelotodos son recipientes vacíos comparados con Aquel con el que teníamos que tratar nosotros. Nada que no sean entusiastas celebraciones de Su Divinidad –una conversación, rematar chistes, envolver regalos, fiestas sorpresa– tiene sentido. Sólo hay una respuesta que Dios tiene para cualquier cosa que se te ocurra contarle –que un hermano se está muriendo de sida, por ejemplo, y que Le agradecerías muchísimo que ayudase con un poco del alarde publicitario que todos conocemos–, y esa respuesta es: «Claro, ya lo sabía».
Las voces de la hermandad se agitaron e intentaron nuevos ángulos. De todas formas, ya estaba harto de la sobreorquestrada melaza de la Gloria. De todo ese legato. No tengo alma, ¿sabes? Los ángeles no tienen alma, por si te interesa saberlo. Vosotros sois los únicos que tenéis alma. Yo compré muchas en mis tiempos, pero que me cuelguen si sé lo que hacer con ellas. Lo único a lo que parecen responder es al sufrimiento.
Ahora, delego. Belial tiene gusto para eso. Moloch también, aunque no
tiene imaginación: él sólo se las come y las caga, se las come y las caga,
se las come, etc. Pero bueno, hace la gracia. Esas almas gritan con tanta pena que es música celestial para mis inmisericordes tímpanos. Lo único que hace Astaroth es hablar con ellas. Cristo sabe sobre qué. Cristo sí que sabe de qué habla con ellos, pero no hay una maldita cosa que Él pueda hacer al respecto, no una vez que están aquí abajo, en el sótano. Después de Servidor, no hay nadie que pueda dar tanto la brasa a un alma como «Asty el Asqui». Le enseñé al muy granuja todo lo que sabe. Por supuesto que está colgado con el rollo ese del alumno que aventaja al maestro. Se cree que no sé que va detrás de mi trono. (Se cree que no lo sé. Voy a tener que hacer algo con Astaroth cuando vuelva. Voy a tener que hacer reajustes.)
Ahora os estaréis preguntando –los machotes que hay entre vosotros, los locos de remate, los tipos duros, los matones– si no os las podríais arreglar en el Infierno, si no seríais capaces, llegado el momento, de echarle cojones a la cosa y salir airosos. Pues ya podéis ir tomando nota: no lo conseguiríais.
En realidad, nada de eso es verdad. Antiguos cuentos de viejas y todo eso. La verdad es que el Infierno está bien. Muchas de las almas que hay en mi casa se pasan el día fumando, bebiendo y charlando. Y además, hay de todo para leer.
En fin, que las noticias volaron. Nuestras voces
atravesaron las claras aguas de
Manhattan, verano, mi lugar favorito, mi estación favorita.
Las calandras de los taxis rugen en la luz de efecto bumerán. El fétido pulmón del metro espira. Los mendigos borrachines se desnudan hasta los estratos sartoriales más tempranos: camisetas rosa salmón y chalecos a rayas sepia, emblemas del pasado que la bebida y yo hemos robado. Los camiones de la basura se jalan las inmundicias de la ciudad…, qué visión: fauces de masticación lenta con dientes manchados y halitosis embriagadora. Precioso. Las aceras recalentadas por el sol liberan sus fantasmas de meadas y cacas de perro. Cucarachas color melaza llevan a cabo sus sucias actividades comerciales mientras que, en las sombras, ratas barrigonas se ven envueltas en intrigas y misterios. Las palomas parecen haber estado metidas en gasolina y luego haber sufrido un cardado con secador.
Manhattan, verano. Con todos esos nervios crispados y necesidades estimuladas. Putas varicosas echan la pota heroínica en las alcantarillas, polis en nómina, maleantes con la manicura hecha, TV en vena, jóvenes cristianas aspirantes a estrellas porno, memos genocidas, mentiras, codicia, ensimismamiento, política. Es mi alegato modelo. El Harlem, el Bronx, Wall Street, Upper East Side… a esos relojes no hay que darles cuerda. Dame hombres blancos y un par de siglos, yo te doy la ciudad de Nueva York, mi Capilla Sixtina, a punto de quedar –gracias a que mi mano izquierda siempre sabe lo que hace la derecha– en un estado de fructuosa necesidad de restauración. Y un trabajo de restauración de los buenos, créeme.
Ni que decir tiene que me estuve riendo del mensaje de Gabriel largo
y tendido, más largo y más tendido de lo que me había reído desde…,
no sé, puede que desde Los Álamos. El caraculo de Gabriel, incapaz
de echar una mentira. Incapaz de echar una mentira. «Júralo sobre la
Sagrada Biblia», le dije. «Venga, levanta la mano derecha.»
Durante un tiempo, me dio por el trabajo. A vosotros, los humanos,
os da por todo tipo de cosas: fumar como carreteros, buenas comilonas
y empinamientos de codo o ligues escabrosos de una noche. A mí me
dio por el trabajo. Estaba superliado: que si empezar guerrillas, que si
provocar neurosis entre la plana mayor... Un brote de extrañas migra
ñas estalló entre los tiranos de pacotilla de todo el mundo; las celdas de tortura gemían; la música de dientes arrancados y genitales electrocutados me consolaba; el aroma de cigarrillos apagados en pechos me llenaba los orificios nasales como un bálsamo, descongestionándome temporalmente de la duda. Dediqué algún tiempo a la tecnología (muy pronto tendréis a vuestra disposición un montón de artilugios para no tener que salir de casa nunca más) y a la ingeniería genética. Los cerebritos se levantaban en mitad de la noche preguntándose cómo demonios no se les había ocurrido antes. Incluso saqué tiempo para cosas pequeñas, para tretas de la-intención-es-lo-que-cuenta, con las que me he labrado mi reputación: robos, agresiones, lesiones, mentiras y apetitos de la carne. Un viejo zoquete boloñés con aliento a expreso sodomizó a su jack russell, luego fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño, sorprendido de que, durante tantos años, hubieran sido sólo amigos.
Pero fue inútil. La semilla ya estaba sembrada. Hay cosas que nunca cambian. La necesidad de la sinceridad de Gabriel es una de ellas. Incapaz de echar una mentira. Además, como Der Führer de las Mentirijillas, como Il Duce del Engaño, sé a la perfección cuándo alguien me está tomando el pelo.
Él me estaba esperando en un París barrido por la lluvia.
· Quiero hacer una prueba –le dije.
Pigalle, insistí, sabedor de lo que odia estas pequeñas pornucopias.
Neones insomnes reflejaban colores intermitentes en las calles mojadas. Yo no podía oler ni los crêpes, ni el café, ni los croque monsieurs, ni los panini, ni los galouises, pero sí el fuerte hedor de mi trabajo, ese tufillo salobre a fornicación ilícita y a enfermedad voraz. (Lo de que el sida es un castigo de Dios me mata. Eso es cosa mía, so pedazo de bobalicones. Es una burla hacia Él mismo: aunque les esté matando, no pueden parar.)
La violencia también. Allí donde haya culpa, hay violencia, y si la
culpa es un olor, la violencia es un sabor: fresas y sangre con regusto a
formaldehído y a hierro…
· Un mes terrenal –dijo Gabriel.
por mi parte) durante un doloroso instante. Dolía como la sodomía (iba a decir que dolía como el Infierno, aunque, en realidad, nada duele tanto como el Infierno), pero no iba a dejar que él lo supiera. No iba a darle esa satisfacción. A él, estar en mi presencia tampoco le hacía bendita la gracia, de eso puedes estar seguro, pero iba en plan señor Spock y el dolor-sólo-está-en-la-mente.
· No quiero febrero –dije.
· ¿Qué?
· Veintiocho días. Este año no es bisiesto.
· Es julio. Treinta y un días.
· Genial. Lo mejor es coger el paquete Benidorm, del dieciocho al treinta.
· La risa es la respuesta refleja al miedo. Lo sabes. Tú te oyes reír, nosotros te oímos dar alaridos.
–«Y si río es que no puedo llorar» hubiera sido muchísimo mejor.
Todavía no tenéis mucho tiempo para leer por ahí, ¿verdad?
· No hay nada de lo que carezca que desee tener, Lucifer. Tú no puedes decir lo mismo. Sabrás adónde ir.
· Sí, sí, sí. Venga, lárgate ya, compadre. Ah, una cosa, Gabriel.
· ¿Sí?
· Tu madre chupa pollas en el Infierno.
Él no hizo nada. Se quedó quieto, envuelto por la aureola de gélida protección del Viejo. Sé que, desprotegido, puedo llevármelo. Él también lo sabe. Si hubiese tenido dudas –si hubiese tenido dudas–, estas habrían florecido allí, al borde de la pequeña Babilonia de Pigalle. Si hubiese tenido dudas, se habría preguntado si Dios estaba a punto de quitarle el escudo para probar su entereza. Es el tipo de cosa que Dios haría, el muy pedazo de histérico caprichoso. Si la fe de Gabriel no estuviera completamente intacta, lo que le habría ocurrido es que si Dios hubiese elegido retirarle Su poder, se habría enfrentado a una derrota segura. ¿Por qué? Bueno, porque, de hecho, hablando mal y pronto, soy el hijoputa angélico más mezquino, malo y funesto del universo conocido y por conocer, por eso. Pero no le ocurrió nada.
Sólo nos quedamos el uno frente al otro, con la pared de la nada tem
blando entre nosotros. Los humanos pasaban y decían: «Se me han puesto los vellos de punta».